La historia del vino en Canarias es inseparable de la geología volcánica que define el archipiélago. Desde que las islas emergieron del océano como fragmentos de lava solidificada, sus suelos se convirtieron en un laboratorio natural donde la vid encontró condiciones excepcionales.
Los registros arqueológicos confirman que la viticultura existía antes de la conquista castellana del siglo XV pero fue en los siglos siguientes cuando este territorio desarrolló una personalidad enológica única.
Las erupciones que transformaron el paisaje entre 1677 y 1798 desempeñaron un papel decisivo. El ciclo eruptivo de Timanfaya, iniciado en 1730, cubrió Lanzarote de fuego, ceniza y piedra pómez durante más de dos mil días. El relato de Andrés Lorenzo Curbelo, testigo de aquella devastación, es una de las fuentes más conmovedoras de la historia natural de España.
Paradójicamente, aquella catástrofe creó un nuevo ecosistema agrícola, donde la ceniza volcánica permitió retener la humedad y proteger la vid del calor extremo.
A partir de ese momento, los viticultores canarios adaptaron sus técnicas a un entorno sin precedentes. Las hoyas excavadas en el picón, las parras conducidas a ras de suelo y los muros semicirculares de piedra son expresiones arquitectónicas de una viticultura de supervivencia.
Estas soluciones ingeniosas no solo permitieron recuperar la actividad agrícola, sino que impulsaron vinos que pronto comenzaron a destacar en mercados europeos por su intensidad aromática y mineral.
Canarias se integró así en las rutas comerciales atlánticas, con vinos que llegaron a Inglaterra, Flandes y las colonias americanas. Su prestigio se cimentó en la singularidad del terruño y en variedades locales resistentes a enfermedades que afectaron al resto de Europa siglos después.
La ausencia de filoxera en el archipiélago permitió conservar cepas y variedades de uva que hoy son un patrimonio vitícola único en el mundo.
El legado de aquel territorio formado por lava es doble: por un lado, la consolidación de un estilo de vino asociado a la fuerza del paisaje; por otro, la pervivencia de técnicas agrícolas que testimonian la capacidad de adaptación de las comunidades isleñas.
Las erupciones no destruyeron la viticultura canaria: la transformaron en una de las más singulares del planeta.
Hoy, los vinos de Canarias combinan tradición y modernidad. Siguen siendo expresión de un territorio extremo, pero también de una cultura agrícola que convirtió la adversidad geológica en una oportunidad histórica.
Su identidad, forjada entre lava y ceniza, constituye uno de los capítulos más fascinantes del vino hispánico.
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Historias del vino – A lava y fuego: historia del éxito enológico de Canarias
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