La modernización del vino en Chile durante el siglo XX supuso una transformación profunda en la identidad enológica del país. Tras décadas de producción orientada al consumo interno, el sector vitivinícola chileno inició un proceso de renovación técnica, comercial y cultural que lo situó entre los grandes productores del mundo.
A partir de los años setenta y ochenta, el país comenzó a incorporar tecnologías de vinificación más precisas, influencias internacionales y una nueva generación de profesionales formados en agronomía y enología. La mejora del control de temperatura, la selección de levaduras y la renovación de los viñedos marcaron un punto de inflexión en la calidad del vino chileno.
Uno de los hitos más decisivos fue la identificación, en 1994, de la variedad Carmenere en viñedos que se creían de Merlot. Esta uva, desaparecida de Europa tras la filoxera, ofreció a Chile una identidad singular. Convertida en símbolo nacional, impulsó una imagen moderna, diferenciada y capaz de competir en los mercados internacionales.
Chile también adoptó modelos productivos propios del llamado “Nuevo Mundo”, con vinos frutales, accesibles y elaborados con una lógica más industrial y orientada al consumidor global. Esta estrategia facilitó su entrada en mercados norteamericanos, europeos y asiáticos, y situó a varias bodegas chilenas en posiciones de prestigio.
El auge exportador transformó regiones enteras. Valles como Maipo, Casablanca, Colchagua o Curicó se consolidaron como denominaciones reconocidas internacionalmente, combinando tradición agrícola con inversión tecnológica y una creciente vocación turística.
La revolución vitivinícola de Chile fue, en esencia, un proyecto de adaptación e innovación. En apenas unas décadas, el país pasó de una viticultura doméstica a una industria global, capaz de dialogar con el gusto internacional y, al mismo tiempo, afirmar su carácter propio.
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Historias del vino – Chile: el milagro vitivinícola del siglo XX
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