El turismo del vino en Chile es hoy una actividad consolidada que mueve cerca de un millón de visitantes al año y articula doce rutas del vino distribuidas por todo el país. Sin embargo, ese éxito tardó en llegar.
Las experiencias enoturísticas fueron durante décadas escasas, informales y poco estructuradas. No existía una visión común ni un modelo profesional capaz de transformar una tradición vitivinícola centenaria en un atractivo turístico de alcance nacional.
Ya a comienzos del siglo XX se intuía ese potencial. La revista oficial de los Ferrocarriles del Estado, hasta su cierre en 1973, dedicó numerosas páginas a promover los paisajes, bodegas y costumbres vinícolas del país. Pero aquellos esfuerzos no cristalizaron en un proyecto sostenible.
No fue hasta 1987 cuando se produjo el primer punto de inflexión: la Viña Miguel Torres instauró en Curicó la Fiesta de la Vendimia, que pronto se convirtió en una tradición y mostró que el vino podía experimentarse también como una vivencia cultural.
Con todo, al inicio de los años noventa el panorama seguía siendo limitado. Las iniciativas eran puntuales y de carácter familiar. Las visitas solían reducirse a paseos breves por instalaciones técnicas y, a menudo, ni siquiera incluían una degustación. Faltaban carreteras adecuadas, hoteles, guías especializados y una narrativa capaz de conectar el vino chileno con la experiencia turística.
El giro definitivo llegó en 1995 con la inauguración del Museo de Colchagua, impulsado por Carlos Cardoen. Aquella institución dio a Santa Cruz una identidad cultural propia y atrajo un flujo creciente de visitantes. Por primera vez quedó claro que, para convertirse en un destino turístico, no bastaba con tener bodegas: hacía falta articular un territorio completo con servicios, relatos y hospitalidad.
Un año después, en 1996, se produjo la auténtica revolución. Seis viñas de Colchagua decidieron asociarse y, con apoyo del Estado, crearon la primera Ruta del Vino formal del país. Esa colaboración entre empresas tradicionales y proyectos emergentes supuso un cambio de mentalidad: el enoturismo ya no era un canal de venta, sino una estrategia para construir vínculos duraderos con los visitantes y proyectar la marca país.
Pese a las dificultades —falta de infraestructuras, escasez de personal capacitado y una visión poco orientada al turismo—, el modelo prosperó y pronto obtuvo reconocimiento internacional.
A partir de los años 2000, otras regiones siguieron el ejemplo. Casablanca, Curicó, Cachapoal y Maule articularon sus propias rutas del vino, y el Estado acompañó ese proceso con políticas de fomento.
Hoy, cerca del 20 % de todas las viñas del país participan en el enoturismo y forman parte de doce rutas repartidas desde el valle del Elqui hasta el de Itata. El caso chileno ilustra cómo un patrimonio vitivinícola centenario puede transformarse en un motor cultural, económico y paisajístico de alcance internacional.
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Historias del vino – El día que Chile se hizo destino enoturístico
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