La Guerra del Rosellón, episodio clave dentro de la Guerra de la Convención que enfrentó a la España de Carlos IV con la Francia revolucionaria (1793–1795), estalló en un territorio donde las fronteras políticas nunca habían conseguido borrar siglos de vínculos culturales, agrícolas y comerciales.
Cataluña y el Rosellón compartían lengua, paisaje, tradiciones vinícolas y, sobre todo, una circulación histórica de vinos y destilados que unía a ambos lados de los Pirineos. El conflicto alteró ese equilibrio pero no lo rompió.
Antes de la guerra, el intercambio era constante. El vino catalán y el rosellonés fluían en ambas direcciones gracias a rutas consolidadas que unían masías, mercados rurales y puertos mediterráneos. La frontera fijada por el Tratado de los Pirineos en 1659 había tenido un impacto político aunque no había deshecho la continuidad económica ni social entre las comunidades situadas a uno y otro lado de la cordillera.
El estallido del conflicto cambió repentinamente la situación. La frontera transitable se convirtió en un frente militar. Tropas francesas y españolas ocuparon pueblos, cortaron caminos, requisaron cosechas y utilizaron el vino como recurso estratégico para la intendencia. El espacio donde durante siglos habían circulado mercancías y personas quedó temporalmente sometido a ataques que interrumpieron la vida agrícola y comercial.
A medida que avanzó la campaña, los valles pirenaicos, el Empordà y las zonas interiores sufrieron de manera desigual la presión bélica. La guerra fue breve, pero intensa: afectó a vendimias, destruyó reservas y obligó a viticultores y comerciantes a improvisar nuevas rutas o a recurrir a acuerdos informales para mantener un mínimo de actividad.
Cuando terminó en 1795, una realidad quedó confirmada: Francia retenía de manera definitiva los territorios del Rosellón, un espacio que había pertenecido durante siglos a la Corona de Aragón y que mantenía profundos lazos culturales con Cataluña.
Sin embargo, lo que no se rompió tras la guerra fue la conexión histórica del vino y los destilados entre ambas regiones. Concluido el conflicto, las rutas tradicionales se reactivaron con rapidez. Viticultores, comerciantes y familias fronterizas retomaron los intercambios que habían existido durante generaciones.
La vida económica volvió a apoyarse en la continuidad cultural: los gustos, las técnicas agrícolas y los vínculos sociales prevalecieron sobre la frontera militarizada.
Un elemento central en esta relación fue el aguardiente catalán, uno de los productos más dinámicos del comercio catalán de los siglos XVII y XVIII. Exportado masivamente hacia Francia, el Mediterráneo y América, siguió circulando tras la guerra, ajustándose a nuevas condiciones pero sin perder su papel económico.
La Guerra del Rosellón alteró su flujo durante el conflicto si bien no consiguió desarticular unas redes comerciales flexibles y resilientes que volvían a activarse en cuanto desaparecía la presión bélica.
La Guerra del Rosellón, en consecuencia, no representó una ruptura en la cultura del vino catalán sino una sacudida temporal en un sistema que demostró ser más estable que los cambios políticos.
El vino y los destilados continuaron reforzando la identidad compartida del noreste peninsular y del Rosellón, recordándonos que las prácticas agrícolas y los vínculos históricos sobreviven incluso a los conflictos que pretenden dividirlos.
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Historias del vino – La guerra del Rosellón y la conexión vitivinícola catalana
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