El vino en Hispania romana nació del encuentro en el siglo III a. C. entre las legiones de Roma y los pueblos indígenas de la península. Su llegada no solo cambió la agricultura, sino también la vida social, económica y cultural de estos territorios.
Hispania se convirtió pronto en una pieza esencial del inmenso sistema alimentario y comercial del Imperio.
Aunque griegos y fenicios ya habían difundido la vid por el Mediterráneo occidental, fue Roma quien convirtió el consumo de vino en un elemento central de la vida social, religiosa y económica. En Hispania, esa influencia transformó para siempre los usos del campo, los hábitos de mesa y las redes de intercambio.
Las provincias de la Tarraconense y la Bética fueron las primeras en adoptar plenamente esta nueva cultura vinícola. Allí surgieron grandes centros de producción, conectados por calzadas y puertos que permitieron la exportación regular hacia Italia, la Galia o el norte de África. El vino hispano, en especial el bético, alcanzó gran prestigio y formó parte del abastecimiento habitual de Roma.
El vino se convirtió también en un marcador social. Las élites urbanas adoptaron los banquetes y rituales del mundo romano, donde la bebida desempeñaba un papel ceremonial y cultural. Al mismo tiempo, el viñedo fue adquiriendo importancia como motor de desarrollo rural, generando trabajo y articulando nuevos paisajes agrícolas.
La romanización implicó igualmente la llegada de nuevas técnicas: podas más precisas, injertos, sistemas de prensado y grandes estructuras de almacenaje, además de una organización administrativa que regulaba producción y comercio. Muchas de estas prácticas perduraron durante siglos.
La historia del vino en España no puede entenderse sin esta profunda huella romana. Aquel encuentro marcó el inicio de una tradición que, entre innovación y continuidad, ha acompañado la identidad vitivinícola de la península hasta la actualidad.
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Historias del vino – Cuando Roma trajo el vino a Hispania
