Durante buena parte del siglo XX, la viticultura en la Ribera del Duero atravesó una etapa de clara decadencia. El vino se elaboraba de forma artesanal en pequeñas bodegas familiares y su destino era casi exclusivamente el consumo local o la venta a granel, sin controles de calidad ni proyección comercial.
La falta de infraestructuras, capital e industria propia hacía imposible competir con regiones consolidadas como Rioja, Jerez o Valdepeñas. El bajo precio de la uva empujó a muchos viticultores a abandonar sus cepas o a sustituirlas por cultivos cerealistas, mientras otros optaban por emigrar.
A mediados de la década de 1970 comenzó a gestarse un cambio decisivo. Técnicos y bodegueros detectaron el potencial de las uvas de la zona y un pequeño grupo de productores inició un proceso de organización colectiva para frenar el arranque del viñedo y dignificar sus vinos.
El esfuerzo cristalizó en 1982 con la aprobación oficial de la denominación de origen Ribera del Duero. El nuevo marco fijó límites geográficos, rendimientos, variedades autorizadas y criterios de calidad, con la Tinta del País como uva principal.
La denominación permitió estabilizar precios, atraer inversión y modernizar las técnicas de elaboración. Se introdujo la crianza en barrica, se seleccionaron levaduras, se controlaron rendimientos y se aplicaron podas más exigentes. El vino dejó de ser un producto anónimo para convertirse en una marca reconocible.
En la década de 1990, el reconocimiento de la crítica internacional confirmó el éxito del modelo. Lo verdaderamente transformador fue que un territorio condenado al anonimato logró reconstruir su identidad en torno al vino, haciendo de él una base sólida de desarrollo económico y orgullo local.
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Historias del vino – Ribera del Duero: la reinvención del vino castellano
